La independencia es una aspiración que podemos considerar como el deseo legítimo de cualquier mayoría ciudadana, que decide acudir a las urnas y votar por esta opción. La voluntad popular ejerce su derecho a la autodeterminación, manifestando el sentimiento de pertenencia a un lugar concreto. La reproducción del universo costumbrista conforma el hecho cultural, otorgándole un carácter específico. El relato nacionalista emplea esa amalgama de emociones para crear símbolos –banderas, himnos y otras manifestaciones del patriotismo–, justificados en la exaltación de un pasado lleno de teóricas luchas por establecer los límites de lo que atañe a la defensa del estado propio, institucionalizando las tradiciones y la lengua. Así, queda bien delimitada la línea divisoria entre el interior de un pueblo y su exterior. La frontera física establece la diferencia, generando una barrera psicológica que apela al instinto de protección. El desarrollo posterior de este razonamiento excluyente es la imposición de la xenofobia, que ensalza las virtudes históricas y advierte sobre las amenazas foráneas. El separatismo se retroalimenta, generando desconfianza a ambos lados de una valla construida con materiales cuya solidez termina revelándose tan necesaria como ficticia.
Lo cierto es que el actual proceso de globalización está cambiando el tablero geopolítico. La dinámica clásica de los grandes bloques evoluciona hacia acuerdos comerciales –entre países o continentes– que suprimen las regulaciones de los estados, bajo la presión de las multinacionales, con el objetivo de seguir resultando competitivos, ante un mercado laboral centrifugado por una profunda transformación tecnológica. En este contexto, insistir en el concepto de lo autóctono, de lo especial y único, es un ejercicio válido como atractivo turístico, pero pretender declararse una entidad aislada de la operativa de los mercados financieros, o desafiar a las instituciones comunitarias y supra nacionales, que ejercen el dominio sobre el rumbo de las políticas de los países miembros, supone estar ciegos o aparentarlo.
Detrás de la resistencia al nuevo mundo global –antagónico al viejo en el que prevalecía la soberanía local–, está la incuestionable pérdida de control sobre todo aquello que creíamos ser. La idea de retroceder y partir la tarta europea en pedazos orgullosos de sí mismos, no es compatible con el compromiso intelectual y político que nos ha proporcionado las mayores cuotas de convivencia pacífica.
Tendremos que dejar de preguntarnos qué puede hacer por nosotros el sistema capitalista neoliberal –en forma de nazismo económico si se quiere–, para comenzar a cuestionarnos qué podemos hacer nosotros para mejorarlo, en el marco de una revolución democrática, que esté a la altura de las circunstancias. Encerrarnos en nuestra torre de marfil no nos va a solucionar nada. Tal obviedad es la que deberían asumir esos servidores públicos, que andan proclamando el amor a su tierra y a los suyos, cada vez que prometen el advenimiento de la felicidad catalana, griega o española.
Artículo publicado en la edición digital del Diario La Opinión de Tenerife, el 08/08/2015
http://www.laopinion.es/opinion/2015/08/08/dependencia-global/622350.html
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