Lo cierto es que el actual proceso de globalización está cambiando el tablero geopolítico. La dinámica clásica de los grandes bloques evoluciona hacia acuerdos comerciales –entre países o continentes– que suprimen las regulaciones de los estados, bajo la presión de las multinacionales, con el objetivo de seguir resultando competitivos, ante un mercado laboral centrifugado por una profunda transformación tecnológica. En este contexto, insistir en el concepto de lo autóctono, de lo especial y único, es un ejercicio válido como atractivo turístico, pero pretender declararse una entidad aislada de la operativa de los mercados financieros, o desafiar a las instituciones comunitarias y supra nacionales, que ejercen el dominio sobre el rumbo de las políticas de los países miembros, supone estar ciegos o aparentarlo.
Detrás de la resistencia al nuevo mundo global –antagónico al viejo en el que prevalecía la soberanía local–, está la incuestionable pérdida de control sobre todo aquello que creíamos ser. La idea de retroceder y partir la tarta europea en pedazos orgullosos de sí mismos, no es compatible con el compromiso intelectual y político que nos ha proporcionado las mayores cuotas de convivencia pacífica.
Tendremos que dejar de preguntarnos qué puede hacer por nosotros el sistema capitalista neoliberal –en forma de nazismo económico si se quiere–, para comenzar a cuestionarnos qué podemos hacer nosotros para mejorarlo, en el marco de una revolución democrática, que esté a la altura de las circunstancias. Encerrarnos en nuestra torre de marfil no nos va a solucionar nada. Tal obviedad es la que deberían asumir esos servidores públicos, que andan proclamando el amor a su tierra y a los suyos, cada vez que prometen el advenimiento de la felicidad catalana, griega o española.
Artículo publicado en la edición digital del Diario La Opinión de Tenerife, el 08/08/2015
http://www.laopinion.es/opinion/2015/08/08/dependencia-global/622350.html
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