Hobbes se refirió a la guerra como el estado natural del ser humano, con anterioridad a la organización social. Sin leyes que regulasen nuestro comportamiento, nadie pondría freno a las pasiones, que no podrían ser juzgadas como buenas o malas, pues no estarían sujetas a ninguna consideración moral. El más fuerte acaba imponiendo su dominio sobre los demás, mediante el uso de la fuerza. Esta condición de naturaleza continúa reproduciéndose en la actitud de muchos niños a los que no han enseñado donde están los límites, y también en la de los gobiernos de EEUU, Rusia, Europa, Arabia Saudí y otros, al ejercer un solapado terrorismo de Estado, enviando tropas de forma activa, o indirectamente, a través de la venta de armas a regímenes dictatoriales y a grupos relacionados con extremistas radicales.
A casi nadie se le escapa que el intervencionismo de las grandes potencias responde a una compleja lucha de intereses económicos y de posicionamiento geoestratégico. De ahí surgen oscuras financiaciones, adiestramientos y suministros que no figuran en los presupuestos, pero engrasan la maquinaria bélica, una industria que reporta grandes beneficios, mientras la propaganda oficial inventa excusas con las que rellenar historias de inevitables daños colaterales.
Lo que nos está explotando en las narices se llama amenaza global asimétrica, porque consiste en algo tan sencillo como conseguir una metralleta kalashnikov, o un cinturón armado de bombas y llevarse por delante a cientos de potenciales enemigos de un determinado pueblo, de su causa y de su dios. En el momento de preguntarnos por los motivos de la barbarie, habría que comprender que los primeros afectados por el horror son los musulmanes, que acostumbran a morirse lejos -en Irak, Afganistán o Siria- y los miles de refugiados crónicos condenados a subsistir en gigantescos campamentos patrocinados por -qué casualidad- los mismos países que alimentan a los perros de la guerra, para luego hablar de solidaridad ante la conmovida opinión pública.
Esta mañana, cuando paseaba distraído por un centro comercial, me encontré con un grupo de personas guardando un minuto de silencio. De repente, todo enmudeció dando paso a un emocionante acto de reflexión colectiva. Me sorprendió lo que dan de sí sesenta segundos en paz. Tras la pausa, volvió el ruido, los consumidores regresaron a sus puestos y la rueda siguió girando.
Nuestro modo de vida ha desarrollado una gran tolerancia al sufrimiento ajeno, pero cuando descubrimos sangre parecida a la propia, goteando sobre nuestro cristal de seguridad, entramos en pánico. Entonces, sólo el silencio es capaz de explicar lo que nos ocurre. Sólo su escritura invisible y callada contiene alguna respuesta.
Articulo publicado en la edición digital del Diario La Opinión de Tenerife el sábado 21/11/2015
http://www.laopinion.es/opinion/2015/11/21/guerra-silencio/640810.html