La fantástica retransmisión televisiva del ascenso al trono nos dejó una película maravillosa. El desfile, los banderines agitados por el gentío, las lágrimas reprimidas, los saludos, el discurso perfecto, los tiernos besos familiares y la emoción contenida, untaron el barniz romántico con el que dotar al evento de la importancia histórica que debía representar. Un rey creíble para un país incrédulo.
La sinceridad del que va al encuentro de su destino, haciendo aquello para lo que ha sido programado, por la integración de todas las sensibilidades que caben en una nación diversa, supone la constatación del recambio institucional mediante una puesta en escena teñida de cierta épica. Y todo presentado con aséptica normalidad. La sorpresa premeditada del descapotable y su cercanía física buscando la identificación con cualquier familia de clase media. Las palabras justas, el gesto amable y el clima de austeridad responsable conformaron la imagen que se pretendía vender. Sin fisuras.
Felipe VI es el antídoto a la realidad que utiliza el sistema monárquico constitucional instaurado tras la muerte del dictador, con el fin de sobrevivir a un tiempo nuevo, auto proclamándose como protagonista del mismo, incluyendo la ineludible reforma de la Constitución y el complejo encaje de los nacionalismos díscolos. Buen intento si no fuera por la ocurrencia de dirigir nuestra mirada hacia una hipotética visión aérea, que nos mostraría el discurrir de un acontecimiento blindado hasta la última alcantarilla, con los tiradores de élite protegiendo la integridad del heredero, en un magnífico documental rodeado de la máxima seguridad.
En estos momentos hay que acordarse, en especial, de los que peor lo están pasando con la crisis, pronunció el rey impuesto. Un gran mensaje de esperanza ante el que cabría preguntar cuales son las secretas estrategias que el refrescante jefe del estado va a poner en marcha sin dilación, para atemperar los ánimos de los que asegura estar orgulloso, y que de ese modo, también estén orgullosos de él.
Defender la patria, los valores y las libertades de la democracia parece algo muy razonable si no tuviéramos en cuenta el proceso de descomposición moral, social, política y económica que vivimos.
Las influencias y la capacidad de diálogo del recién estrenado monarca podrían estrellarse contra el muro de las lamentaciones ciudadanas, esa llama de descontento resignado que calienta los cerebros parados de larga duración, la cruel insolencia de la usura bancaria practicando desahucios, o las corruptelas de la clase política dirigente, encerrada en su propio parlamento.
La tarea de aglutinar voluntades pasa por atravesar el desierto de una interesada y perversa ausencia de comunicación auténtica con lo que se cuece en la calle. Combatir la enojosa falta de transparencia y erigirse en un aliado de la transformación, lidiando con los titubeos electoralistas de un gobierno de mayoría con sede en la cancillería alemana, son sólo algunos de los retos que tendrá que superar si quiere mantener alejado el fantasma del republicanismo rupturista.
El moderno exponente de la vieja realeza europea está muy preparado, pero si quiere hablar a los ojos del pueblo, no le quedará otro remedio que bajar a las trincheras donde se comparte el sudor colectivo, con la camiseta de la humildad solidaria bien visible.
Por favor, señor Rey bien intencionado: yo le pido, sin absurdas genuflexiones, que acabe la real historia y comience la historia real, con los subtítulos en catalán.
Artículo publicado en el Diario La Opinión de Tenerife, el 25/06/2014
http://www.laopinion.es/opinion/2014/06/25/realeza-realidad/549370.html
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