En el puerto viejo de Marsella encuentro una estructura cuyo techo es un gran espejo en el que me veo reflejado. La coincidencia con otros seres y esa imagen que nos mezclaba sobre un fondo de ondas azuladas. Nuestras vivencias individuales formando parte de este mar antiguo y conocedor de millones de historias. Pienso en ese lugar como un crisol que comprime la belleza, convirtiendo la diversidad en algo homogéneo.
Las pupilas atrapadas en una puesta de sol frente a La Gomera. El cielo naranja que se va enrojeciendo, pausada, eternamente, hasta dar paso a la suave noche de verano. El espectáculo me sobrepasa y empequeñece la fatuidad de los actores cotidianos. La naturaleza sigue su curso, marcando el paso del tiempo, nuestro verdadero reloj vital.
La terraza parisina alrededor de una mesita redonda con el café, los croissants y un libro de notas, los dedos tecleando la pantalla. El instante único es un monumento a la felicidad, inmortalizada en la mirada de un escritor que al descubrir la ciudad, se descubre a sí mismo. Mis hijos saltando en una cama elástica, me parece que rozan las nubes. Los juegos infantiles rompen las defensas que interpone el pesimismo, y su movimiento invita a nuestra imaginación a saltar con ellos. Podemos sentir que flotamos sobre los problemas y aquello que parecía insuperable, se vuelve circunstancial y pasajero.
El grupo de música árabe tocando en una esquina del Barrio Gótico, un eco de vibraciones ancestrales recorre las grietas de la memoria, rellenándolas de aprendizaje.
La belleza del Antártico, tanto que duele verla. El tiempo se detiene. Los glaciares almacenando la información, testimonio del acontecer que permite a los científicos estudiar el pasado para mejorar el futuro. La imponente presencia de un oso polar, esa belleza salvaje nos identifica con el medio natural. Estamos integrados en un sistema global, provisto de fuerzas que se contrarrestan para conseguir el equilibrio. La capacidad de la eterna lucha por la supervivencia, el desarrollo de las investigaciones que nos hacen evolucionar. El progreso humano en el medidor de la temperatura, y una bandera de paz clavada en el centro del continente helado.
Dos bailarines danzan en el escenario, pasión, tristeza, amor, duelo, alegría, muerte. La relación entre dos cuerpos bellos que se abrazan, que se besan, que discuten, que se alejan y vuelven a acercarse, en un continuo vaivén de emociones. La explicación de nuestras contradicciones, la imperfección humana ejecutada de manera casi perfecta, mostrando el sentido de una existencia efímera, pero sólo un momento de lucidez equivale al universo entero. Esta belleza artística y espiritual conecta con el dios que llevamos dentro.
Roma, la gran belleza de un mito en decadencia. La magistral ceremonia cinematográfica de Sorrentino, pletórica de colores y de personajes en el filo del surrealismo. Los años pasan y la belleza continúa ahí, en las ruinas de una civilización que se resiste a perder su magnificencia. Las risas en la comida con los amigos, la complicidad de vernos madurar, y de saber que seguiremos repitiendo los rituales, por encima de todo. La magia de la belleza cabe en una pequeña gota de lluvia en el parabrisas. La belleza modula nuestra visión subjetiva y resuelve el conflicto con la realidad.
Artículo publicado en el Diario La Opinión de Tenerife, el 10/09/2014
http://www.laopinion.es/opinion/2014/09/11/belleza/563537.html
Si pones en el buscador de imágenes de Google la palabra belleza, solo es capaz de ofrecerte fotografías de mujeres jóvenes (bellas eso sí) y relacionadas con consejos sobre cómo mantenerte bella. Me alegro de que Google no sepa encontrar la belleza en estas pequeñas cosas que relatas. Ojalá nunca aprenda!
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