El Acuerdo Trasatlántico para el Comercio y la Inversión, conocido por su acrónimo en inglés, TTIP (Trasatlantic Trade and Investment Partnership) comenzó a fraguarse en noviembre de 1990, con una declaración firmada por George W. Bush, Giulio Andreotti y Jacques Delors. Posteriormente, tras una disposición previa en 1998, la creación de un Consejo para la Armonización Legislativa en 2007 y la puesta en marcha de un Grupo de Trabajo en 2011, el largo y lento recorrido de este tratado entró en su fase final, cuando en febrero de 2013, se reunieron Obama, Van Rompuy y Barroso para anunciar el comienzo de las negociaciones.
La opacidad con la que se ha llevado a cabo el proceso negociador, está provocando enormes recelos e incertidumbres sobre sus efectos en la ciudadanía. La Comisión Europea, que cumple un mandato negociador conteniendo información reservada, no ayuda a despejar las dudas razonables que existen ante esta deliberada falta de transparencia. Los eurodiputados tienen muy restringido el acceso a la documentación relativa al tratado, silenciado tras la puerta de una sala de máxima seguridad, y está terminantemente prohibido desvelar su contenido. Además, la aprobación final no se someterá a ningún referéndum y los estados miembros no podrán presentar enmiendas a la totalidad del proyecto. Nos encontramos frente a unas directrices económicas de corte neoliberal, que se aplicarían por igual en los países europeos, quedando estos incapacitados para llevar a cabo políticas distintas a lo establecido en el pacto comercial.
Por otra parte, la máxima autoridad judicial competente, será administrada por un tribunal supranacional cuya potestad estará por encima de la de los estados, un órgano privado bajo la influencia de las grandes transnacionales, que operaría al servicio de sus intereses. Cada vez que la legislación de un gobierno dificulte el desarrollo de sus actividades, estas mega corporaciones podrán imponer sus criterios mediante el sistema de resolución de conflicto Inversor-Estado (ISDS son sus siglas en inglés) con la consiguiente desprotección de los derechos de trabajadores y consumidores, así como el incumplimiento de las regulaciones vigentes en materia laboral y ambiental. Las supuestas líneas rojas trazadas por La Comisión Europea en lo relativo a la libre entrada de alimentos tratados con sustancias químicas, como en el caso de los pollos desinfectados con cloro—habituales en EEUU— muestran hasta qué punto llega la presión para hacer saltar por los aires la seguridad alimentaria en Europa.
El objetivo principal del tratado no debería ser otro que el de aumentar el volumen comercial, incrementando el intercambio de bienes, servicios e inversiones entre EE.UU. y Europa, lo que favorecería un impulso económico entre dos áreas con un peso equivalente a casi el 60% del PIB mundial. Sin embargo, las trabas arancelarias apenas existen en la actualidad, con tasas muy bajas a los dos lados del Atlántico, con lo que, tras la fachada de un teórico avance del libre comercio, se oculta algo mucho más complejo y controvertido.
La cristalización y puesta en práctica de decisiones de índole geopolítico y estratégico, como la reducción de la dependencia energética de Rusia, al permitir la producción de hidrocarburos obtenidos a través de una agresiva técnica, el fracking (fracturación hidráulica que libera el gas natural de las rocas a gran profundidad, a base de inyectar a presión una mezcla de agua, arena y productos químicos) que goza de mucho éxito en EE.UU, ejemplifica el impacto negativo de una operación a gran escala concebida a espaldas de la opinión pública, y que concede aún más impunidad a las poderosas multinacionales, evidenciando la confirmación de un singular empeoramiento en nuestros estándares de vida.
Artículo publicado en la edición impresa del Diario La Opinión de Tenerife el 17/03/2015