
El planeta entero es un entretenimiento patrocinado. En la era de la revolución tecnológica, usamos internet y colgamos nuestra privacidad en la nube, pero andamos más aislados que nunca, metidos en cajas de seguridad provistas de cámaras que vigilan nuestro índice de pánico. Los edificios son cajones de cemento y metal que, a veces, dejan pasar la luz, si bien se reservan en derecho de admisión porque hay luces que ofenden, que incomodan o que, simplemente, no interesa que veamos. Nos hemos convertido en singulares cajitas individuales encerradas en el rectángulo de un móvil, perfiles alienados que enloquecen intentando gestionar toneladas de material inservible. En la cultura del espectáculo, lo que mola es hacerte viral, ser influencer, o marcar tendencias, engrosando la lista de trending topics, aunque da exactamente igual si estás petando las redes tras haber matado a tu mujer, o por haber ganado una medalla olímpica. Las audiencias consumen, sin preocuparse ni establecer demasiadas diferencias entre Bárcenas o el Brexit. El impacto de la foto del niño desnutrido se diluye en la redundante goleada del barça, gran equipo, que luce la publicidad de Qatar Airways, imagen y marca de un estado — digámoslo suavemente — poco democrático.

Artículo publicado en el diario La Opinión de Tenerife, el 22/09/2016
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