
Cuando oyes el lenguaje vacío de Hillary Clinton, sin apenas contenido ni ilusión por contener algo, te das cuenta de que la misma sensación de inanidad resuena, como un eco, a este lado del Atlántico. En la inexistente Europa, se organizan ampulosos actos públicos o privados, dedicados a brindar calurosos homenajes al descreimiento. La parálisis de España y el estupor político y social que vive Francia, escenifican el final de la destartalada socialdemocracia, junto a una derecha retrógrada que se lo cree demasiado.
Si giramos la cabeza nuclear hacia Rusia, nos encontramos con un patriotismo elevado a la enésima putinpotencia. No en vano, la nostalgia de un pretendido pasado glorioso es denominador común entre una familia moscovita, ansiosa por mojar en vodka su kalavnikov, y otra hija de la Gran Bretaña, autodeclarada antieuropea, porque está harta de ver extranjeros viviendo en su misma calle. Lo más fácil cuando llegan forasteros portando noticias amargas. Los llamamos inmigrantes, refugiados o bancos centrales, que vienen a recortar nuestras ganas de gastar para sentirnos mejores que ellos. Cuando desaparece el barniz de la hipocresía, nos quedamos en cueros y buscamos una salida rápida.
En la tiranía de la comodidad, lo mejor es votar al primer profeta fanfarrón que prometa arreglar la situación general y personal de todos y cada uno, obviando entrar a valorar en cómo va a lograr tal proeza. Siento decirles, queridos patriotas, que eso nos conducirá a liberar la barbarie que llevamos dentro.
Artículo publicado en el Diario La Opinión de Tenerife, el 20/10/2016
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