Aunque pierda estas elecciones, la Trumpmanía ya ha ganado. Si antes nos atrevíamos a intuir que el stablishment político tenía serias dificultades para hacer frente al profundo descontento que está canalizando a las sociedades occidentales, ahora cunde la certeza de que no saben hacer frente. Los populismos de cualquier signo ofrecen y hasta garantizan soluciones teóricas, simplificando el lenguaje a base de construir relatos con final feliz. Son el último asidero que le queda a la gran masa de gente precarizada que necesita agarrarse a una identidad local, regional o nacional, la que sea, con tal de recuperar algo de confianza en sí mismos. Mientras tanto, las élites siguen sobrevolando el incendio de la desigualdad, mientras encargan informes a eficientes burócratas. Es el mismo y fatídico error que ya cometieron los consentidores del fascismo en nuestro olvidado siglo XX.
Cuando oyes el lenguaje vacío de Hillary Clinton, sin apenas contenido ni ilusión por contener algo, te das cuenta de que la misma sensación de inanidad resuena, como un eco, a este lado del Atlántico. En la inexistente Europa, se organizan ampulosos actos públicos o privados, dedicados a brindar calurosos homenajes al descreimiento. La parálisis de España y el estupor político y social que vive Francia, escenifican el final de la destartalada socialdemocracia, junto a una derecha retrógrada que se lo cree demasiado.
Si giramos la cabeza nuclear hacia Rusia, nos encontramos con un patriotismo elevado a la enésima putinpotencia. No en vano, la nostalgia de un pretendido pasado glorioso es denominador común entre una familia moscovita, ansiosa por mojar en vodka su kalavnikov, y otra hija de la Gran Bretaña, autodeclarada antieuropea, porque está harta de ver extranjeros viviendo en su misma calle. Lo más fácil cuando llegan forasteros portando noticias amargas. Los llamamos inmigrantes, refugiados o bancos centrales, que vienen a recortar nuestras ganas de gastar para sentirnos mejores que ellos. Cuando desaparece el barniz de la hipocresía, nos quedamos en cueros y buscamos una salida rápida.
En la tiranía de la comodidad, lo mejor es votar al primer profeta fanfarrón que prometa arreglar la situación general y personal de todos y cada uno, obviando entrar a valorar en cómo va a lograr tal proeza. Siento decirles, queridos patriotas, que eso nos conducirá a liberar la barbarie que llevamos dentro.
Artículo publicado en el Diario La Opinión de Tenerife, el 20/10/2016
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