Internet es una interminable extensión de la selva que nos rodea desde que nacemos. En esa intrincada espesura, desarrollamos lo que, a primera vista, parece libertad de acción y movimiento. Sin embargo, todo el caudal de información gratuita y abierta, al alcance de cualquiera, no se traduce en una mayor capacidad crítica. En términos de democratización, las iniciativas populares irrumpen de forma masiva, creciendo exponencialmente en un corto período de tiempo. Pero cada gigantesco suflé desaparece tan rápido como subió. En lo viral, importa la forma, y nadie se toma la molestia de entrar en el fondo. La sociedad, en general, se deleita o se conmueve con mensajes que apelan a las emociones básicas. Los trucos publicitarios son utilizados, de forma casi inconsciente, por individuos, organizaciones o empresas que interactúan reaccionando a constantes estímulos. En la intensa búsqueda de la personalización, vamos perdiendo la conciencia de grupo, por lo que, contrariamente a lo que podríamos esperar, las redes sociales alejan a las personas en vez de acercarlas. Los continuos avances tecnológicos facilitan el acceso al perfil social y profesional de alguien, a sus contactos, a sus gustos, a la gestión integral de sus datos volcados en la nube que almacena nuestro tiempo vital. Dispositivos conectados y algoritmos que administran la existencia, están creando un mundo de sujetos que se valoran entre sí en función del servicio que prestan, en su utilidad, eficacia y rentabilidad. El factor humano ha abandonado el camino del ser por el de la satisfacción inmediata, basada en mediciones de hábitos, inducidos por la más poderosa herramienta de control global que hemos conocido.
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Hemos entrado mansamente en el atractivo y alienante juego virtual que han puesto a nuestra disposición. Dentro de poco, no resultará fácil discernir si las decisiones que tomamos son el fruto de algún tipo de reflexión, o si, quien de verdad elige, es el asistente personal del móvil, mientras nos pregunta qué queremos en todo momento. Al convertirnos en esclavos digitales, estamos abonando el terreno para la llegada de un poder salvaje que erige sus cimientos sobre el derrumbe de las democracias. La desigualdad y el odio llevan a la despolitización, derivando en un claro ascenso de distintas clases de totalitarismos. Un estado de cosas que comenzamos a aceptar desde el momento en que dejamos de creer en la vía de la razón, para echarnos un brazos de la última aplicación populista que nos ofrece el mercado. Si seguimos permitiendo que los modelos simplistas absorban nuestra voluntad, pronto hablaremos el lenguaje de los que han dejado de pensar libremente. Seres asimilados por la automatización, que interiorizan el uso de la violencia como una respuesta adecuada y directamente proporcional a su entusiasta cobardía, siempre bajo la protección del glorioso gobierno "gran hermano".
Artículo publicado en el Diario La Opinión de Tenerife el 29 de diciembre de 2016.
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