La farsa que se vive en Cataluña es el resultado de una redundante esclerosis política. Los muertos significan bien poco cuando el trasunto de la independencia llama a rebato. Los periódicos habrán amarilleado y la ceremonia de la perplejidad aun seguirá consumiendo las entrañas de un país roto. Y quien dice país, dice la gente de a pie, la que transita de puntillas sobre los restos con olor a azufre que dejan los usurpadores de turno. La nacionalidad con aires de grandeza tiene un serio problema de identidad, cuando la globalización estalla en las ramblas sin preocuparse de llamar a la puerta. El proceso secesionista es la desesperada salida al pantano de corrupción que anega las instituciones en Cataluña, muy en consonancia con las corruptelas del estado español, grotescamente camufladas con advertencias teñidas de trasnochado patriotismo. El fracaso de la democracia es el de la pérdida de una idea de progreso, en virtud de ansias pueriles, desde el pelotazo urbanístico hasta la cultura endogámica. Si rescatamos al Quijote y lo situamos en la época actual, su lanza solitaria sin más compañía que la del fiel Sancho, necesitaría un ejército de intocables para deshacer tanto entuerto de mediáticos fanatismos. Independizarse de qué y de quién, si millones de turistas llegan reclamando su hueco de gloria, su yo estuve aquí y pisé suelo que en realidad es de todos y de nadie, por mucho que se repitan de corrido y sin abrir los ojos, viejas letanías e inquebrantables dogmas de fe. Romper con qué y con quién, mientras el cambio climático amenaza con asombrarnos ante nuestra propia necedad. Aislar de qué y de quién en este planeta internet que hace tabla rasa de todas las utopías.
Nuestra sociedad zombie se deja convencer por farsantes olvidando que negar al otro es negarse a uno mismo.
Artículo publicado en el diario La Opinión de Tenerife el 31/08/2017.
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