En catálogo de general de irrealidades, el fenómeno navideño merece un capítulo aparte. La celebración que recuerda el nacimiento de nuestro salvador en un humilde pesebre -Jesuscristo y los Reyes Magos son la réplica exacta del simbolismo utilizado por todas las religiones para definir al hijo de Dios Sol, luz que anuncia el comienzo de una nueva era, seguido de tres estrellas desde el Oriente- ha sido fagocitada por la sociedad de consumo.
Lo cierto es que la fe inquebrantable es un misterio que llama a millones de personas a acudir en tropel a los centros comerciales. Quizás no haya un mañana que valga la pena si se trata de escuchar los mismos villancicos rayando el tímpano hasta la exasperación, o a lo mejor es que ya nos hemos vuelto locos y los que aún conservan la cordura, peor para ellos, porque no se adaptarán nunca a la idea de competir por algo tan subjetivo como la felicidad de los regalos.
Aquellos que no hayan eructado los embostes vaporosos en comidas de empresa, cenas de amigos o en la tragicomedia familiar de Nochebuena, no conocerán las mieles de una larga y amarga resaca. Bienaventuradas sean las gentes que sufren de soledad severa en esta blanquísima inconsciencia colectiva, y bienaventurados los elegidos por esa cruel autocomplacencia que llaman solidaridad.
Se nos despierta el espíritu navideño -nadie sabe a ciencia cierta por qué ocurre- y mutamos en cañones que disparan felicitaciones a discreción. Aquel que se halle libre de pecado, que tire la primera piedra, así que no seré yo quien use el látigo para hostigarles con lo de que la Navidad es una equivocación. Solo les pediría que, cuando enciendan las luces del árbol, piensen despacio en cómo se van a comportar consigo mismos y con el prójimo, el resto del tiempo que no es Navidad.
Artículo publicado en el diario La Opinión de Tenerife, el 22/12/2017
No hay comentarios:
Publicar un comentario