Ser una piedra es haber alcanzado un estadio superior de la evolución. La superposición de capas protectoras alrededor del corazón sabio como ejemplo de aprendizaje para las formas en constante movimiento. El mérito sólido que aporta una piel lisa y joven, lanzada sobre la superficie del agua impredecible, o la rugosa hendidura de la madurez que cicatriza entre dunas nómadas.
Las rocas son el peso de la historia que observa la derrota de los organismos en su trágico destino. Inmóviles, solo ceden cuando la base se cansa de sostener una presencia de siglos, para terminar cayendo en la ceremonia del aplastamiento, con la paz serena de los que no esperan nada de la vida. Solo callar, inteligencia de los sentidos adiestrados en el arte de la espera, frente a las ideologías y otras modas pasajeras. Despreciar este absurdo vocacional del presente dictador, para no generar juicios de valor ni subjetividades orgullosas de su vulgar raciocinio.
Un ladrillo es mejor cosa que cualquier animal humano, por más que nos interese la altura monetaria a la que es capaz de sucumbir. Mágicos dólmenes, una lápida de mármol, acaso el misterio triangular de las pirámides egipcias, o las columnas que soportan tareas titánicas en catedrales y palacios, materiales que sobreviven a la curiosidad de la mente que las imaginó y a la mano trabajadora que fue su esclava.
La carne se pudre, el hueso termina desintegrado en polvo que arrastra un aire azaroso, pero la piedra resiste, a pesar de la erosión, del cincel del artesano que la esculpe y descubre su alma. El fuego del volcán arroja pasión incandescente que, tras enfriarse, deja petrificado lo efímero del poder.
En minas y canteras reside el sustrato de lo que somos, bellas estatuas de sal que se quedaron explicando el pasado, como imponentes monolitos futuros.
Artículo publicado en el diario La Opinión de Tenerife, el 07/12/2017
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