El fin del mundo ocurre todos los días. Las ficciones apocalípticas vaticinan un Armagedon instantáneo, unas pocas horas son suficientes para secuenciar el atractivo del caos total. Sin embargo, diminutas y densas realidades se filtran por los agujeros vacíos que dejan las cosas que mueren sin hacer ruido. El ojo humano está tan ocupado por sobrevivir a la nada cotidiana que desdeña casi todo lo que acontece. Somos espectadores de nosotros mismos, al situarnos en la grada y en el terreno de juego a la vez.
Vivimos el narcisismo de aplaudirnos, mientras vigilamos si nuestro público aplaude, y nos frustramos si no conseguimos aquello que los demás creen que deseamos. Andamos entre las ruinas que deja el camión de la basura, desechos que seguirán ahí después de que hayan rociado la calle con productos limpiadores de conciencias. Solo una pertinaz lluvia nos consuela de las lágrimas que brotan cuando sentimos el dolor de la tristeza común. Ajenos a esta desgracia consentida, irrumpen los hijos descendientes con preguntas incómodas y los nietos con respuestas inverosímiles, alterando nuestra percepción de encontrarnos al borde de un final de ciclo.
El ufológico cambio de era amanece y oscurece cada vez que el sol sale y se pone por donde suele, pero como animales miedosos, abrigamos la esperanza de un despertar distinto. Durante un rato, descansamos del vaivén universal y nos sentamos a fumar la pipa de la paz, nos sentimos espirituales, bondadosos para, acto seguido, sacar los cuchillos que guarda nuestro instinto depredador. Creamos y descreamos, a imitación de dioses que aman y odian las dos caras de una misma moneda. Nuestra respiración mueve el desorden, nunca terminamos de empezar finales ni de acabar comienzos, y así conseguimos deformar el tiempo, siendo capaces de imaginar todos los fines posibles, con tal de justificar los medios innecesarios para lograrlos.
Artículo publicado en el diario La Opinión de Tenerife, el 16/01/2018
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