Las convenciones son vanos intentos de ordenar lo intangible, desde el forzoso encaje de acontecimientos según un orden cronológico, y de ahí toda una simbología numérica, a repartirse entre el azar y las supersticiones. Siempre buscamos un porqué, cuándo y dónde, especialmente en aquello que no alcanzamos a entender. Entonces lo resolvemos con la fecha del suceso, como quien le coloca un marco adecuado a la instantánea fotográfica que detiene el reloj en falso.
Abusamos de la estética en cualquier situación, de este modo las guerras tienen su banda sonora, su filmografía, sus descubrimientos de la ciencia devastadora que empuja cierto tipo de progreso.
Hoy los grandes iconos viven en la memoria de los nostálgicos, en un mundo que ya se acostumbró a una nueva clase social: la incertidumbre. La digitalización de la materia humana y el desarrollo de la inteligencia artificial condenan a la democracia a sufrir el peor de los olvidos. Libres, sin identidad propia, esclavos de la seguridad, algoritmos que sustituyen a ciudadanos candidatos a engrosar las filas de la mega corporación. Cómo mantener la voluntad anónima del hombre isla en la urbe sincronizada, el placer rebelde de un libro rodeado de hojarasca, la lentitud del aire que respira naturaleza más allá de los muros artificiales.
En esta sociedad circular apenas somos ruedas que giran al unísono, sin preguntarnos el sentido del giro propinado por los amos de la dirección a seguir. Y esperamos que nos llegue la ansiada calma, pero no aparece en el hotel rural de aquel vasto silencio, ni en el spa vertebrado por aromas metálicos, ni siquiera en el vaso de leche fresca que vertían nuestras abuelas analógicas. Vivimos ansiosos por alcanzar la placidez, pero hasta el más natural de los derechos, morir de una vez, nos será escamoteado por especuladores vestidos de blanco nuclear.
Artículo publicado en el diario La Opinión de Tenerife, el 04/01/2018
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