Caminaba tranquilo por la Rambla y noté que alguien me seguía. De improviso, me di la vuelta y sorprendí a mi perseguidora tratando de esconderse detrás de un árbol. Era una mentira piadosa y cobarde, pero con la suficiente cantidad de veneno como para verme obligado a ahuyentarla. Nada más deshacerme de su incómoda presencia, me cortó el paso una mentira joven e insolente, ante la que no supe reaccionar. Confuso, logré refugiarme en un bar con un cartel que decía: Se prohíbe la entrada a las mentiras. Pedí el periódico que estaba infestado de mentiras subvencionadas, mientras disimulaba mirando de reojo a los parroquianos. Algunos me parecieron sospechosos de haberse colado en el bar, disfrazados de verdad. Salí de nuevo a la calle y en el semáforo se me acercó una mentira desdentada a pedirme para comer. Entre mis dudas sobre sus verdaderas intenciones, pensé que el dinero es una de las mayores mentiras que existen, y que su utilización por parte de ciertos agentes económicos, provoca cataratas de mentiras a nivel global, embustes con tasas de interés mentiroso, valores ficticios en un mundo falso. Me detuve a sacar un billete para el tranvía y aguardé la cola de gente que hablaba y escribía mentiras en el móvil. Al acceder al vagón, y en un intento por integrarme en la sociedad mentirosa, me senté al lado de una mentira con traje y corbata. Entablamos una amigable conversación que ha fraguado en una dudosa amistad. Nos contamos nuestras vidas, y se sorprendió cuando le hablé sobre mi abuelo, que últimamente anda un poco alicaído. Resulta que, después de todos los años trabajados, le dijeron que lo de su pensión era mentira, y que él mismo, sin saberlo, podría ser un jubilado de mentira dentro de un sistema mentiroso.
Artículo publicado en el Diario La Opinión de Tenerife el 19/03/2018
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