La épica del relato independentista ha obtenido una importante victoria moral sobre la legalidad constitucional. La potencia de las imágenes con la policía rompiendo cristales y puertas de colegios, requisando urnas y golpeando a civiles en actitud de resistencia pasiva, le ha dado la vuelta a una tortilla que parecía española. La escenificación del éxito cívico y la valentía demostrada a pesar de la vergüenza del gobierno en la abarrotada sala de prensa "internacional", remataba la jornada histórica del 1-O. Paso a paso, la ruta anunciada del secesionismo se ha ido cumpliendo, siempre por delante de la iniciativa de un Rajoy que siempre juega a verlas venir. Su empecinamiento en no reconocer el problema y tratar de gestionarlo nos va a costar muy caro a todos. Lo que está ocurriendo en Cataluña se llama revolución política y social, que no tendrá las mínimas garantías democráticas, que no reparará en lo que piensa la mitad de su población, que será insuficiente, ilegal, clandestina, autoritaria, demagógica; características y atributos de toda revolución que se precie.
Aristóteles dijo que pensamos lo que sentimos. Esta visceralidad tan nuestra ha provocado que la reacción tardía y desmedida del gobierno español, haya conseguido catapultar la emoción nacionalista, incluso entre muchos de los que, a priori, estaban en contra del referéndum.
Y ahora entrarán en escena otros actores con no poca influencia: comunidad europea, mercados financieros, empresas del IBEX 35, multinacionales, agencias de calificación, aumentando la presión para evitar que nuestro querido sistema económico sufra y lastre el consumo.
Tras el triste domingo otoñal, a la madre España, ensimismada y colérica, se le caen las hojas arrastradas por un viento inusitado. El mastodóntico Estado parece reducido al tamaño de una pulga, que salta nerviosa sobre los vellos erizados de un caballo llamado cambio.
Artículo publicado en el diario La Opinión de Tenerife, el 05/10/2017
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