Rebuscó una y otra vez, con los dedos afanosos buceando en el fondo del agujero. No encontró nada. Por más que lo intentase, el descosido era tan grande, que ni siquiera introduciendo el brazo entero, hubiese logrado recuperar su identidad. Por aquel tiempo, la historia de su vida había dado un vuelco espectacular. Andaba desorientada, perdida en un ir y venir de ideas que parecían nuevas, pero que enseguida acababan antojándose parecidas a las viejas.
Salió a la calle para preguntar a los pocos conocidos que le quedaban, y éstos le respondieron con una interrogación desoladora. Ellos tampoco sabían muy bien quién era ella. Les sonaba su cara llena de arrugas, creían recordar a alguien más joven debajo de aquel cuerpo encorvado sobre unos pies que caminaban con torpeza. El ritmo lento la desesperaba y al pasar frente a un lujoso escaparate, se descubrió fea y triste. Las canas poblaban su cabeza pequeña de mujer anciana llevada en volandas por un río salvaje y distinto, como si un grito sordo se ahogase en las gargantas de la multitud frenética, cuando se atrevían a pronunciar su nombre.
Se sintió sola y extraña, atenazada por el frío tecnológico que alimentaba la rutina de los seres automatizados. Tomó un tren subterráneo y aguardó sentada durante horas, escuchando los sonidos metálicos de las puertas neutrales que se abrían y cerraban al paso de las actualizaciones. Se preguntó cuándo y por qué había dejado de ser tendencia. Hasta qué punto se había desgarrado por dentro, para no ser capaz de reconocerse a sí misma en la esperanza de los barrios inferiores, en la causa de los obreros regulares, en ser motivo para algún tipo de organización clandestina. Su existencia no tenía sentido en el orden actual de las cosas.
Quiso gritar, pelearse, desafiar a sus enemigos clásicos, arañar los cristales de la razón mercantilizada, pintar el retrato de un líder barbudo, emborracharse con los amigos del frente popular. Pero casi todos se habían mudado a otro barrio, su mundo había cambiado, ya no eran los mismos. Se bajó en la última parada. Caía la tarde, cuando alcanzó a divisar una playa desierta. Se encaminó hacia la orilla, las olas acariciaban sus ojos y, en los oídos, el rumor de las canciones protesta sonaban como un eco lejano. Despacio, se adentró en el mar, dejándose llevar por la corriente, flotando a la deriva. Alguien, en otro tiempo y en otra orilla, la recogería para sacarla con cuidado de la botella y leer un mensaje en su interior. Solo así, sabría comprender lo que le había sucedido.
Artículo publicado en la edición digital del diario La Opinión de Tenerife, el 28/04/2016
http://www.laopinion.es/opinion/2016/04/28/izquierda-botella/671622.html
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