7/4/16

Alberto Rodríguez apenas podía contener los nervios, moviendo sus largos y huesudos brazos como las aspas de un molino. El nudo en el estómago subía hasta la garganta, haciendo brotar las palabras apresuradas, vómito reparador de la flagrante desigualdad. Alberto se recogió las rastas, para hablar de frente a los diputados que conversaban entre ellos o miraban hacia otro lado. Aunque muy inexperto y de frágil oratoria, su atropellado discurso no fue impostado, sino fruto de una emoción llana, desprovista de adornos o figuras retóricas. Hasta el micrófono se interpuso en el camino de su alocución, con marcado acento canario, mientras se dirigía a un cierto tipo de élite histórica.

Alberto denunció la bajeza de los sueldos corrientes, de los millones de personas a los que sus señorías no ponen cara, salvo para engrosar la desgracia micro real, como un índice numérico en los datos macro económicos. Los datos del paro, los recortes, la subsistencia del país inexistente en las negociaciones a puerta cerrada.

El pueblo ínfimo, engendro de dramas sociales imperceptibles a los ojos de los grandes intereses económicos, pudo escucharse a sí mismo en el atril soñado. Un político hablando claro sobre lo que piensa la inmensa mayoría y una minoría se empeña en prolongar. Las profundas contradicciones de un sistema que te dice quién eres y lo máximo que puedes esperar. Acéptalo o toma pastillas para el olvido. Así de sencillo. Pero entonces, llega un espontáneo, alguien que normalmente no debería estar ahí, en ese puesto y vestido con esa vulgar camiseta de manga larga, la imagen de un cualquiera, de un sin derechos a entrar en el bunker del poder, de un sindicalista trepador del árbol podemita. Desde luego, alguien vacío de habilidad política, pero rebosante de contenido, porque la esencia se palpa debajo de los argumentos, en la raíz de un chico joven que ha mamado la humildad desde que nació.
Alberto, mi niño, sigue adelante. Y no hagas caso a nadie. Sobre todo, no dejes de ser tú, porque la extraña cualidad de ser uno mismo está cayendo en desuso. Créeme si te digo que tu discurso caló en la gente que reconoce la verdad en cuanto la escucha. No importan el sujeto, el verbo ni el predicado. Aunque disimulen su sonrojo, tú representas el mejor nombre para definir el estado de cosas en este cambio de tiempo. Vergüenza.

Artículo publicado en la edición digital del Diario La Opinión de Tenerife, el 07/04/2016
http://www.laopinion.es/opinion/2016/04/07/alberto-verguenza/666759.html



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