16/1/18

Los fines del mundo

El fin del mundo ocurre todos los días. Las ficciones apocalípticas vaticinan un Armagedon instantáneo, unas pocas horas son suficientes para secuenciar el atractivo del caos total. Sin embargo, diminutas y densas realidades se filtran por los agujeros vacíos que dejan las cosas que mueren sin hacer ruido. El ojo humano está tan ocupado por sobrevivir a la nada cotidiana que desdeña casi todo lo que acontece. Somos espectadores de nosotros mismos, al situarnos en la grada y en el terreno de juego a la vez.

Vivimos el narcisismo de aplaudirnos, mientras vigilamos si nuestro público aplaude, y nos frustramos si no conseguimos aquello que los demás creen que deseamos. Andamos entre las ruinas que deja el camión de la basura, desechos que seguirán ahí después de que hayan rociado la calle con productos limpiadores de conciencias. Solo una pertinaz lluvia nos consuela de las lágrimas que brotan cuando sentimos el dolor de la tristeza común. Ajenos a esta desgracia consentida, irrumpen los hijos descendientes con preguntas incómodas y los nietos con respuestas inverosímiles, alterando nuestra percepción de encontrarnos al borde de un final de ciclo.

El ufológico cambio de era amanece y oscurece cada vez que el sol sale y se pone por donde suele, pero como animales miedosos, abrigamos la esperanza de un despertar distinto. Durante un rato, descansamos del vaivén universal y nos sentamos a fumar la pipa de la paz, nos sentimos espirituales, bondadosos para, acto seguido, sacar los cuchillos que guarda nuestro instinto depredador. Creamos y descreamos, a imitación de dioses que aman y odian las dos caras de una misma moneda. Nuestra respiración mueve el desorden, nunca terminamos de empezar finales ni de acabar comienzos, y así conseguimos deformar el tiempo, siendo capaces de imaginar todos los fines posibles, con tal de justificar los medios innecesarios para lograrlos.

Artículo publicado en el diario La Opinión de Tenerife, el 16/01/2018


4/1/18

Magnitud del tiempo

Las convenciones son vanos intentos de ordenar lo intangible, desde el forzoso encaje de acontecimientos según un orden cronológico, y de ahí toda una simbología numérica, a repartirse entre el azar y las supersticiones. Siempre buscamos un porqué, cuándo y dónde, especialmente en aquello que no alcanzamos a entender. Entonces lo resolvemos con la fecha del suceso, como quien le coloca un marco adecuado a la instantánea fotográfica que detiene el reloj en falso.

Abusamos de la estética en cualquier situación, de este modo las guerras tienen su banda sonora, su filmografía, sus descubrimientos de la ciencia devastadora que empuja cierto tipo de progreso.

Hoy los grandes iconos viven en la memoria de los nostálgicos, en un mundo que ya se acostumbró a una nueva clase social: la incertidumbre. La digitalización de la materia humana y el desarrollo de la inteligencia artificial condenan a la democracia a sufrir el peor de los olvidos. Libres, sin identidad propia, esclavos de la seguridad, algoritmos que sustituyen a ciudadanos candidatos a engrosar las filas de la mega corporación. Cómo mantener la voluntad anónima del hombre isla en la urbe sincronizada, el placer rebelde de un libro rodeado de hojarasca, la lentitud del aire que respira naturaleza más allá de los muros artificiales.

En esta sociedad circular apenas somos ruedas que giran al unísono, sin preguntarnos el sentido del giro propinado por los amos de la dirección a seguir. Y esperamos que nos llegue la ansiada calma, pero no aparece en el hotel rural de aquel vasto silencio, ni en el spa vertebrado por aromas metálicos, ni siquiera en el vaso de leche fresca que vertían nuestras abuelas analógicas. Vivimos ansiosos por alcanzar la placidez, pero hasta el más natural de los derechos, morir de una vez, nos será escamoteado por especuladores vestidos de blanco nuclear.

Artículo publicado en el diario La Opinión de Tenerife, el 04/01/2018