31/8/17

Farsantes

La farsa que se vive en Cataluña es el resultado de una redundante esclerosis política. Los muertos significan bien poco cuando el trasunto de la independencia llama a rebato. Los periódicos habrán amarilleado y la ceremonia de la perplejidad aun seguirá consumiendo las entrañas de un país roto. Y quien dice país, dice la gente de a pie, la que transita de puntillas sobre los restos con olor a azufre que dejan los usurpadores de turno. La nacionalidad con aires de grandeza tiene un serio problema de identidad, cuando la globalización estalla en las ramblas sin preocuparse de llamar a la puerta. El proceso secesionista es la desesperada salida al pantano de corrupción que anega las instituciones en Cataluña, muy en consonancia con las corruptelas del estado español, grotescamente camufladas con advertencias teñidas de trasnochado patriotismo. El fracaso de la democracia es el de la pérdida de una idea de progreso, en virtud de ansias pueriles, desde el pelotazo urbanístico hasta la cultura endogámica. Si rescatamos al Quijote y lo situamos en la época actual, su lanza solitaria sin más compañía que la del fiel Sancho, necesitaría un ejército de intocables para deshacer tanto entuerto de mediáticos fanatismos. Independizarse de qué y de quién, si millones de turistas llegan reclamando su hueco de gloria, su yo estuve aquí y pisé suelo que en realidad es de todos y de nadie, por mucho que se repitan de corrido y sin abrir los ojos, viejas letanías e inquebrantables dogmas de fe. Romper con qué y con quién, mientras el cambio climático amenaza con asombrarnos ante nuestra propia necedad. Aislar de qué y de quién en este planeta internet que hace tabla rasa de todas las utopías.

Nuestra sociedad zombie se deja convencer por farsantes olvidando que negar al otro es negarse a uno mismo.

Artículo publicado en el diario La Opinión de Tenerife el 31/08/2017.

24/8/17

Lo que hay detrás

Viñeta de Mafalda. Autor: Quino.

Nuestra sociedad está amenazada. Los medios de manipulación masiva extienden el miedo, la emoción más poderosa, en aras de su propia supervivencia, sirviendo de forma tácita a intereses opacos que nos sacan mucha ventaja. Para los que pensábamos que el bienestar y los valores -digamos- europeos, eran un maná inagotable y que lo normal sería vivir siempre en democracia, sin sangre molesta salpicando nuestra calle, se nos está cayendo disneylandia a trozos. No habíamos reparado en que este período de paz y prosperidad llegó precedido de dos guerras mundiales y que, lo habitual entre las tribus, es pelear hasta matarse, para luego negociar acuerdos con el objetivo de ganar tiempo preparando la siguiente confrontación. Claro que el modelo consumista que adoramos nos tiene bastante ocupados comprando todo lo que nos venden. Últimamente, el miedo a que alguien descubra errores no previstos en las ficciones oficiales, se combate con una expresión de pánico aún mayor: la terrible verdad. Si alguien se acuerda de su significado, que se levante para ser inmediatamente identificado como elemento subversivo y muy peligroso para el orden social. El control total del individuo es lo que se mueve entre bambalinas, bien orquestado y por nuestra propia seguridad. A lo mejor nos falta perspectiva sobre los hechos y nos creemos que solo se trata de que si en catalán o en español, que si el joven monstruo fugitivo y marroquí, que si el imán de la célula terrorista, que si las declaraciones institucionales y los boatos solemnes. Por encima y por debajo de estos relatos que explican la realidad, se ocultan interpretaciones que no aparecen en escena. Crear un estado momentáneo de caos, con un puñado de inocentes asesinados en virtud del funesto azar, provocan un shock que actúa con la lógica de una perfecta justificación para atentar contra lo que queda de nuestra decrépita libertad. Un negocio a varias bandas que garantiza excelentes resultados.

Artículo publicado en el diario La Opinión de Tenerife el 24/08/2017.


17/8/17

Pobres microalgas

Que sean la señal de un capitalismo que agoniza, podría resultar exagerado. Al fin y al cabo, cualquier organismo vivo aspira a ser algo, a crecer y propagarse como una plaga con el necesario grado de ambición. Sucede con los actores y también como algunos políticos que quieren superarse a sí mismos, viendo su imagen replicada mientras se despachan con simplezas ante preguntas complejas. Y, llegados al momento de las contradicciones flotando en nuestras amadas costas, todas las pormenorizadas explicaciones de variopintos expertos en la materia, no son suficientes, ni siquiera creíbles, para sofocar el mosqueo ignorante de la gente. Que sean una metáfora de la contracultura convertida en marca, en canción de verano o en disfraz murguero para los próximos carnavales, podría parecer demasiado.

Fotografía publicada en el diario La Opinión de Tenerife, el 27/07/2017

Las modas, igual de los discursos elegantes, dejan su residuo tóxico en quienes se creen que los problemas van a desaparecer porque ya pasará, ya se arreglará; ya alguien se estará ocupando de ello. No estamos acostumbrados a preguntarnos por lo que sucede en el mar que, casualmente, nos rodea, el mar que sostiene nuestro ecosistema turístico, el mar sin el que no existiríamos.

Y, de repente, nos damos cuenta de que lo del cambio climático va a ser verdad, que la temperatura del agua está aumentando, que la floración de especies invasoras confirma el lento proceso de tropicalización en Canarias. Que, sea por la limpieza de las plataformas petrolíferas, que si los vertidos de ayuntamientos irresponsables que son de otro partido, que si el gobierno negando con micmroentiras una asquerosa macroverdad, que si la oposición aprovechando para hacerlos trabajar en vacaciones, podría considerarme desconsiderado.

Pero, ¿qué culpa tendrán las microalgas, si lo único que desean es alimentarse, ocupar cada vez más espacio, defenderse de sus enemigos y eliminar a los competidores?. ¡Pobres!.

Artículo publicado en el diario La Opinión de Tenerife el 17/08/2017


10/8/17

Las fronteras no existen

En el artículo España no existe, publicado en El País, Víctor Lapuente reflexiona sobre la discutible unidad de las instituciones del Estado, en una democracia sometida a fuertes tensiones, y su relación de correspondencia con la misma inexistencia de homogeneidad en las fuerzas que convergen en Cata y Luña, país dividido en dos partes que, a su vez, se subdividen en muchas otras. Este fenómeno de fragmentación que impregna a poderes y antipoderes cada vez menos reconocibles, y la dispersión creciente entre actores sociales y políticos, se traduce en la despreocupación generalizada que arroja la última encuesta acerca del desafío independentista junto a la desconocida, y sin embargo ya familiar, plurinacionalidad. 

Es asombrosa la capacidad de nuestra sociedad para absorber e integrar las disrupciones, los colosales pulsos heredados de ideas anticuadas, o cualquier otra lanza en el costado de la historia.Y, entre el puntual batiburrillo afectado de dudosa existencia, aparece la foto del penúltimo asalto de inmigrantes subsaharianos en la frontera de Melilla. Se cuentan por millones los que quieren entrar, como sea, en nuestro mundo inexistente, seres que proceden del hambre perpetua, sin fisuras ni paliativos. Las guerras y la corrupción son el pan de cada día en las vidas sometidas a dictaduras sangrientas, mucho más sólidas que nuestra ración diaria de pamplinas crepusculares. Pero las buenas noticias, como apunta Lapuente, son que la elasticidad necesaria para acordar y deformar acuerdos, es más fácil entre grupos disgregados y heterogéneos, que entre bloques fuertemente cohesionados. 

De ahí la cualidad implícita en aquello cuya razón de existir entra y sale de crisis internas continuamente, del intercambio frenético al que nos empuja la globalización, de la caída de cotidianos modelos abocados a la inexistencia, de la lenta y clandestina desaparición de fronteras que solo existen en nuestra imaginación

Artículo publicado en el diario La Opinión de Tenerife, el 10/08/2017


4/8/17

La vida en una nube


A veces sueño que vivo en una nube, mecido por escalones de niebla que se disipan para volver a cerrarse sobre sí mismos. En las alturas, me asomo al batir de las olas que rompen allá abajo y vierten su caudal de humedad desde muy arriba, atravesando entre jirones acuosos el silencio de esta naturaleza volcánica. En la penumbra, escucho el tic tac del cuco marcando horas descompuestas en minutos y segundos, iguales pero distintos al tiempo del día que murió y que anda vagando a la espera del reencuentro. Regreso a la nube y veo despegar aquel satélite soviético, el Sputnik, ascendiendo veloz dentro de un vaso de ron con hielo. En lo profundo de mi interior, surge el sonido acompasado de la percusión y un pianista que baila, jugando a improvisar saltos y piruetas sin más limite que el de la nubosa imaginación. Fuera, la luna sigue los pasos a la noche joven que camina deprisa, ignorando a la nube vigilante transformada en una playa de arena nueva, negra y muda como la noche recubierta de pisadas viejas. Al darme la vuelta, el abismo que quiere avisarme de sueños atrás, la infancia en casa de mis abuelos, que también viven y sueñan en la misma nube que yo. La plaza de siempre tapizada de mesas y sillas alrededor del quiosco que sobresale en el centro de la nube. Conversación, risas, alguna lágrima en el laberinto de nuestro camino errático a la sombra del fuego que nos devora la carne y los huesos. Visitantes que llegan desde nubes lejanas, colonos esparcidos en el regazo de valles somnolientos, calles de colores, esquinas de viento que van y vienen. Discos de vinilo clasificados por emociones y deseos, registradores de sueños como los de la nube que me sueña viviendo en ella.

Artículo publicado en el diario La Opinión de Tenerife el 04/08/2017