26/1/17

Reflexión sobre Lázaro

El cineasta canario Mateo Gil, acaba de estrenar su Proyecto Lázaro, una película de bella factura, realizada con los medios al alcance del enorme talento que despliega este destacado guionista y director. El ritmo de la secuencia narrativa es conducido por una voz en off, con la que el espectador conecta de inmediato. Y es ese diálogo interior el que establece la complicidad necesaria para abordar una reflexión convincente sobre lo inviolable de la naturaleza que nos condena a vivir y morir. La importancia de conservar los recuerdos como antídoto a nuestra soledad existencial y el contradictorio e indefinible amor, pivotan sobre la resurrección de Lázaro, flotando en la ingravidez de un viaje de ida y vuelta hasta el fondo de nuestra conciencia.
El deseo de prevalecer, saltando por encima de su tiempo, lleva al protagonista a tomar una decisión que lo dejará en manos de la medicina científica. La obsesión clásica de un doctor Frankenstein del futuro, dibuja con nitidez la distancia emocional entre el momento presente y la nueva era tecnológica que ya ha comenzado. El paisaje humano se vuelve frío y aséptico, en un mundo que anestesia el sufrimiento, para olvidar el dolor de la auténtica felicidad. En el hilo de los pensamientos del narrador omnisciente, van tejiéndose conclusiones, tan demoledoras, como la de que "a la vida le da igual si vives o mueres, porque sólo eres una vía más por la que transcurrir". Igual que ocurre con Lázaro, nuestro empeño en perdurar se explica desde el punto de vista de una creación artificial. Convertirnos en algún tipo de Dios, encarnado en el Jesucristo capaz de ordenar a otro que se levante y ande, es la ilusión de los que creen alterar el ciclo natural que da sentido a cada una de nuestras azarosas células.
Permanecer en un estado de eterna juventud, plantea un conflicto con la construcción personal que culminamos en la madurez. Al eliminar el envejecimiento, vaciamos nuestra mente de la experiencia acumulada, trastocando el autoconcepto en una continua huida de la nada, cuando es precisamente esa nada, el recurrente puerto de salida y llegada por el que debemos transitar.
Valorar a las personas con las que compartimos cada pedazo de existencia es un tesoro que solemos despreciar. El amor es infinito, pero los seres humanos haríamos bien en aceptar los límites marcados por la línea de nuestro horizonte particular. Los avances de la ciencia controlarán los cuerpos, pero nunca podrán encerrar aquéllo que nos trasciende y que seguirá volando libre, sumergiéndonos en un mar de incógnitas y remolinos. Enhorabuena a Mateo Gil, por la sutil invitación a cuestionarnos el significado de lo que anhelamos.

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